BIOGRAFÍAS: Loïe Fuller. La bailarina eléctrica o la gran ilusionista escénica por Mercedes Peces Ayuso
Loïe Fuller. La bailarina eléctrica o la gran ilusionista escénica
He aquí que se presenta la bailarina-no bailarina, vestida con una túnica de seda blanca de varios metros, la crisálida anunciando una mariposa cuyas alas van moviéndose al son de la música y cambiando de color según el ritmo que impone Loïe en su danza serpentina, mudable, abrupta, coloreada, sintética y sincrética, en los albores del XIX parisino de la Belle Epoque…
Marie Louise Fuller nació el 22 de enero de 1862 en Fullersburg, Illinois, hija de una familia de granjeros sin antecedentes artísticos. La primera vez que pisó los escenarios a los 2 años fue para recitar poesía y a los 5 años ya supo quién sería: una bailarina que, sin formación clásica, estaba destinada a revolucionar el ballet y preceder la danza contemporánea. Y mientras, fue actriz de teatro, de vodevil, de music hall y cantante de ópera alcanzando cierta fama en los EE.UU. Allí empieza a ser muy imitada y, huyendo de las proliferaciones de bailarinas que copiaban su estilo, ya en la treintena, aterriza en París donde poco a poco, y con grandes esfuerzos, esta mujer extranjera se abre camino con sus peculiares bailes a base de movimientos de brazos multiplicados por las varas de bambú que esconde debajo del vestido, creando inusitadas y novedosas ilusiones ópticas. Más que un baile o una coreografía, lo que ella ofrece son espectáculos de luz, movimiento y sonido que predominan sobre la propia artista que los origina.
Su novedad consistió en utilizar su cuerpo como soporte del artificio teatral que ella misma inventó, pues no solo era una exquisita ilusionista escénica, sino también una apasionada de las tecnologías, algunas de las cuales patentó, y del nuevo arte de la cinematografía y la fotografía, además de crear efectos escénicos basados en los últimos descubrimientos científicos (fue amiga de Edison con quien compartió investigaciones sobre la electricidad o de Madame Curie, por no olvidar la fuente de inspiración que supuso para artistas de la talla de Mallarmé, Valéry, Toulouse-Lautrec, Rodin o sus colaboraciones con los hermanos Lumière o el cineasta e ilusionista Méliès).
En el París de lo que su compatriota Gertrudis Stein llamaría la Generación perdida, en la capital de las nuevas tendencias artísticas, científicas, cinematográficas, de la moda y la literatura, ella creaba ilusiones visuales que embelesaban a los espectadores en un artificio de luces siguiendo el movimiento de enormes alas mediante dos varillas de bambú que introducía en la túnica y agarraba con sus manos, subiendo y bajando así hasta 350 metros de tela. Ante una rendida Ópera de París, tras haber triunfado en el Folies Bergère, ella acrecentaba su figura, protegida por las sombras y los juegos de luces del escenario, abriendo y cerrando su cuerpo, en un ejercicio físico agotador, seduciendo y arrasando con su danza sinuosa.
Es una artista visceral, pasional, que trabaja y crea siguiendo los impulsos de su cuerpo de forma autodidacta y entusiasta, con una personalidad muy marcada gracias a lo cual pudo vivir, triunfar y sobrevivir largo tiempo a los permanentes cambios de la época, a pesar de lo efímero y reiterativo de sus danzas. Para ello supo rodearse de los mejores adelantos técnicos y tramoyistas, además de amigos artistas de las más variadas disciplinas. Su cuidadísima puesta en escena es el pilar fundamental sobre el que se mueve. No baila de forma virtuosa ni técnicamente correcta, tampoco lo pretende, lo que quiere es crear efectos sensoriales inmediatos y espontáneos, aunque esto no significa que improvise, muy al contrario, sus movimientos están milimétricamente pensados y ejecutados. Loïe es una maga del artificio del movimiento teatral que supo aprovechar las ilusiones ópticas y los efectos visuales que la naciente cinematografía ponía a su servicio, siempre investigando y llevando su cuerpo al límite del sufrimiento para lograr la perfecta libertad y un movimiento natural, algo que luego haría suyo Diaghivev, el fundador de la compañía de los famosos Ballets Rusos. Todo ello sucedía en un momento lleno de tendencias, vanguardias y nuevos estilos, y Loïe, más allá del corsé real y literal, con sus gigantescas olas de tela de fantásticos colores multiplicados gracias a un ingenio inventado por ella, saltaba, brincaba, rebotaba, giraba, se retorcía, se mecía, iba y venía, se deslizaba… y volvía en libre movimiento, que es lo que reivindicaba. Vivir tan libre como deseaba hacerlo en su homosexualidad.
Pero pronto vendría la Primera Guerra Mundial y el mundo se pararía. Loïe ya era una artista mayor, había engordado y estaba dolorida y cansada, una antigua exalumna y nueva diva, Isadora Duncan, la había eclipsado, su escuela de danza pronto se vería sobrepasada por las nuevas vanguardias que apuntaban hacia otras tendencias y su estrella se apagaba. No obstante, esta mujer tan adelantada a su tiempo aún lo tuvo para reivindicar la libertad y el dolor de su cuerpo en un gesto radical y valiente cuando a finales de los años veinte le detectaron un cáncer de pecho y se fotografió, rebelde y mutilada, llevándose por delante otro tabú estético antes de fallecer, sola y olvidada, en París poco antes de cumplir 66 años.
Loïe y la danza moderna. Actualmente se está rescatando su figura, cuyas coreografías se siguen representando y está considerada la precursora de la danza libre. Su aportación a la historia de la danza moderna fue utilizar una técnica dotada de una expresión rebelde y completamente innovadora.
A principios del siglo XX, la danza libre rompió con todas las reglas de baile establecidas hasta entonces en la cultura occidental. En esa época los precursores de la danza moderna, tanto en Estados Unidos como en Europa, se rebelaron contra las estrictas reglas del ballet clásico. Así es como empezó Loïe a crear danzas que siguieran la expresión espontánea y natural del cuerpo: 130 danzas entre las que se encuentran los solos Danza de la serpiente (1890) y Danza del fuego, y trabajos para su grupo como En el fondo del mar (1906) y el Ballet de la luz (1908). Además de servir de modelo para retratos de los artistas franceses Henri de Toulouse-Lautrec y Auguste Rodin, también fue reconocida por los científicos galos por sus teorías sobre la iluminación artística.
Esta bailarina sin formación clásica puso los fundamentos de la danza moderna como la conocemos actualmente. Sus motores fueron la luz, el movimiento y el color, por delante de la danza en sí, utilizados como los hilos conductores que le permitirían expresar sensaciones inefables arropadas por un estudiado cromatismo, una música muy bien elegida y una puesta en escena sobria y vanguardista, donde por primera vez las luces están colocadas expresamente para evocar sensaciones y fantasías oníricas (en la línea ya avanzada 15 años antes por Wagner durante la puesta en escena de El anillo del nibelungo en Bayreuth).
Lo realmente novedoso de Loïse es su tratamiento del color en la puesta en escena, visiblemente imbuida de las ideas de los nuevos «ismos» pictóricos (sobre todo del impresionismo de Monet) para dilatar o concentrar la luz sobre su cuerpo y establecer una relación psicológica con el espectador que transmita auténticas sensaciones físicas, tales como una determinada temperatura, estados de ánimo, evocaciones y asociaciones cromáticas primigenias, aparte de la vinculación entre música y color, definido este según el número de vibraciones por segundo y la primera como el soporte sonoro que acompaña a su danza, y que en ella adquieren una función catártica de liberación emocional que antecede a cada movimiento, de modo que la bailarina es la encargada de traducir con su movimiento las emociones de cada nota tocada. Imaginémosla en un escenario desnudo, con una sencilla túnica blanca, la cabeza y el rostro libres y despejados, sin adornos ni maquillaje estridente. La mujer recogida: suena la música y empieza el juego de colores. Ese es el medio del que se sirve para materializar las sensaciones que desea transmitir deliberadamente en sus espectáculos: para la fuerza, la pasión y la energía el rojo, para la esperanza, el crecimiento y la naturaleza el verde, para la tranquilidad, la sinuosidad y el espacio abierto el azul; para el calor, la luz, la velocidad y la cercanía el amarillo.
El blanco para expresar pureza, luminosidad; el gris para la neutralidad, lo mecánico y lo plomizo; y el negro, que es la ausencia de luz y de color, cuando desea expresar misterio, oscuridad, muerte y aniquilación. Todos estos colores los utiliza Loïe intencionadamente para crear conceptos estéticos dentro de un espectáculo de marcado corte impresionista perfectamente estructurado. Por eso, a pesar de su aparente condición efímera y de la reiteratividad de los movimientos, consiguió trascender su momento y dejar un legado imborrable en la danza moderna, a la que abrió sus alas de libertad e improvisación bien estudiada. Por ello es considerada como la precursora del movimiento de la libre expresión del cuerpo, que propone un concepto o expresa una emoción que trasgrede y transciende el escenario. Si utilizamos la dicotomía de Nietzche sobre lo apolíneo y dionisíaco aplicado a la expresión artística, entre la perfección estética de las formas académicas del ballet clásico y el desenfreno bacanal de los sentidos, vemos cómo Loïe combina y logra conjugar ambas formas estéticas aparentemente antagónicas entre sí pero que en realidad se miden y excitan mutuamente, pues esta dualidad es necesaria e inherente a toda creación artística.
El olvido al que ha estado sometida Loïe, debido quizás a su falta de formación clásica y a otras figuras de la danza más famosas que ella que lograron eclipsarla, parece ser cosa del pasado y esta mujer con entidad propia, pionera en su época, (re)surge al margen de instituciones académicas para terminar siendo la gran ilusionista escénica que dejó el campo abonado a todos los artistas que vendrían después. Sirva lo dicho como acto de reconocimiento a sus esfuerzos e innovaciones, y a su increíble y generosa genialidad.
Mercedes Peces Ayuso. Filóloga y Traductora
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