LAS VISIONES DE EUFRASIA “LA CHATA”, por JOSE MANUEL FRIAS
Tal vez sea por los paisajes extremeños, que invitan a lo sobrenatural. O porque a la comarca de Tierras de Granadilla llegan planeando los aires mágicos de Las Hurdes, a un tiro de piedra. O quizá porque el nombre de Santibáñez el Bajo tiene un distinguido y religioso origen, “Sancti Ihoannes” (San Juan). Y eso, quieras o no, debe llamar la atención de aquellos extraños seres que en ocasiones se dignan a visitarnos. En el caso de Eufrasia Martín, el mismísimo Jesús de Nazaret, que no es poco.
Todo esto lo suelto sin más, en voz alta, acaso por maquillar la impotencia de no poder seguir el ritmo, entre encinas y alcornoques, de un anciano entrado en años y achaques. Petronio me mira y sonríe. Sonríe amargamente, no sé si por culpa de mi inoportuna verborrea o al recordar a “la Chata”, su esposa, fallecida hace algunos años.
-Ya está cerca. ¿Ve aquella pequeña construcción blanca? Es la capilla. Allí empezó la historia –me dice mi amable guía.
Terminamos de cruzar a pie la verde dehesa, conocida en esa coordenada como “La Cigüeña”, y nos detenemos ante el encantador y recogido inmueble. Desde el exterior parecen dos módulos unidos, pero el más pequeño no es otra cosa que la entrada al siguiente, el oratorio.
-Bonita planta –digo-. Se ve que los donativos dieron para algo decente.
-Nada de donativos, amigo. La capilla la costeamos de nuestro bolsillo. Mi esposa nunca quiso recibir dinero. Ni siquiera para algo así –me explica Petronio, poniendo todas las cartas sobre la mesa-. ¿Ve esta cruz?
Se refiere a una metálica de buen tamaño, de al menos cinco metros, que se enclava imponentemente a pocos pasos del edificio.
-Pues su sufragio también corrió de nuestra cuenta. La mandamos traer desde Zamora.
Atraído por el misterio del lugar, doy un giro completo sobre mis pies para divisar el terreno que me rodea, un hermoso y tranquilo pastizal, ahora ausente de ganado. Qué caprichosos son los hilos de lo insólito, que eligieron para manifestarse un humilde terreno donde pastaban las cabras.
Un rostro enmarcado en una nube
-Si no me equivoco, Petronio, todo comenzó un 16 de febrero de 1995. A Eufrasia, su mujer, no le habría dado tiempo ni de hacer la digestión…
-Efectivamente. Ella acababa de almorzar y se dispuso a venir a este paraje para recoger a sus animales, que andaban sueltos por esta tierra que ahora pisamos.
-Y algo cambió el rumbo de aquel día…
-Del día y de nuestras vidas. Cuando regresó a casa estaba visiblemente agitada. La emoción se la comía por dentro. Nos lo contó todo, a mí y a otros familiares. Incluso a más de un amigo. Y todos le creímos sin reparo alguno porque sabíamos que no nos iba a mentir. Era una gran persona a la que todos queríamos.
Lo que vivió “la Chata” en aquel enclave le marcó hasta el día de su muerte. Empezó con un ligero mareo que se acrecentó por segundos, y continuó con un rayo que cruzó violentamente un cielo completamente despejado. Después, todo cambió a su alrededor, como si se hubiera convertido, sin quererlo, en protagonista de una asombrosa película de ciencia ficción. Todo alrededor de Eufrasia cambió de color, adoptando tonalidades imposibles, y el firmamento se transformó en una cúpula incendiada, como acechada por un fuego refulgente.
Acuciada por el temor a lo desconocido, Eufrasia oteo a su alrededor, buscando aunque fuera la compañía de su ganado. Pero las cabras habían desaparecido. Por desaparecer, había desaparecido hasta el propio campo.
-Fue entonces cuando bajó la nube del cielo, una nube de un blanco inmaculado que atravesó el fuego y fue a colocarse justo enfrente de mi esposa. De sus bordes vaporosos sobresalía un rostro, como enmarcado en ella, que no pudo identificar.
-¿Por no reconocerlo?
-Más bien por dos factores. Primero, porque se percibía algo borroso. Segundo, porque mi mujer tenía tanto miedo encima, que apenas pudo hacer esfuerzo por intentar centrar la vista sobre él.
Ocurre a veces, y en este caso no iba a ser menos. En cuestión de décimas de segundo, la visión desapareció. Rostro, nube y cielo refulgente cedieron el lugar a campo, cabras y firmamento límpido. Todo había vuelto a la normalidad. Bueno, todo no. Un pequeño detalle inquietó a Eufrasia. El sol estaba poniéndose. Aquello conducía a una conclusión difícil de creer: lo que para la mujer había sido cuestión de minutos, había durado en realidad al menos cuatro horas.
El primer mensaje
Impresionado con el testimonio que acabo de oír, doy algunos pasos por el terreno, pretendiendo despejar mi mente. Petronio me sigue. Me detengo ante la puerta de la capilla y observo el interior. Dos cruces brillan en torno a un altar del que no distingo los detalles debido a la distancia y la poca luz.
Aún no entro. Me doy la vuelta y poso mis manos sobre una especie de mesa-altar de patas de escayola y soporte de mármol.
-¿Para liturgias al aire libre? –pregunto a mi acompañante, refiriéndome a aquel firme soporte.
-Así es. Cuando la aventura de mi esposa fue conocida, los devotos y curiosos atestaron la zona en días concretos. Todos querían ver a Eufrasia.
Una historia que aquel 16 de febrero de 1995 aún estaba en pañales. Tendrían que pasar diez días para que se produjera una intrigante secuela. El 26 de febrero, a pesar del miedo y de que algunas personas se ofrecieron a acompañarla, Eufrasia decidió volver sola al paraje “la Cigüeña” para cuidar de su ganado. Algo la empujaba a acudir sin testigos.
Por segunda vez, a los pocos minutos de estar allí, los mareos regresaron, y con ellos la extraña iluminación y la nube, que en esta ocasión se detuvo a mayor altura. Fue la propia mujer quien, impulsada por una fuerza desconocida, se elevó en el aire hasta llegar a ella.
-En aquella ocasión –narra Petronio-, un resplandor más fuerte en la propia nube le permitió observar mejor el rostro que desde ella la miraba. Era un hombre. Un hombre hermoso.
-¿Le dio algún mensaje?
-Al principio, no, pero después posó sus ojos fijamente en mi esposa y le dijo: “No temas. Estás protegida. Nos veremos el día 30 de mayo. Ese día sabrás quién soy”.
-¿Eufrasia seguía sin reconocerlo?
-Ella decía que su rostro le era bastante familiar. Pero los nervios no la dejaban hurgar en su memoria.
Bastante nerviosa por la visión y el mensaje, la mujer regresó a su hogar nada más disolverse la imagen en el aire.
Jesús de Nazaret
Cuatro días después, siguiendo los dictámenes de la singular cita, Eufrasia se presentó en el lugar de las apariciones. Igual que en las ocasiones anteriores, fue completamente sola. Quería salir de dudas de una vez por todas antes de hacerse acompañar.
En esta ocasión la visión fue diferente. No cambió el entorno ni desaparecieron los elementos típicos de la dehesa. Eso sí, una luz brotó de una encina. Al acercarse, la mujer descubrió una imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
-Casi al instante, notó una presencia a su espalda. Se giró y vio ante ella a Jesús de Nazaret tal y como lo tenemos en mente los cristianos: túnica blanca, pelo largo y castaño, y una mirada que parecía penetrar en el alma.
-¿Se asustó Eufrasia? –le pregunto a Petronio.
-Al contrario. Todos sus miedos desaparecieron en ese momento. Jesús le sonrió y comenzaron a conversar como si fueran amigos de toda la vida. Poco después le pidió a mi esposa que erigiera un santuario en aquel mismo punto, del que aseguró que algún día brotaría un manantial de agua curativa que llegaría a salvar muchas vidas, manantial que todavía no ha sido hallado.
Las sorpresas de Eufrasia no terminarían ahí en ese nuevo encuentro. Antes de desaparecer la figura de Jesús, la mujer pudo ver tras él a la Virgen del Carmen, tan hermosa como su hijo.
Ahora sí que se corrió la voz. Ahora sí que fueron numerosas las personas que empezaron a acudir a aquella mágica coordenada extremeña. Peregrinaciones constantes de creyentes en busca de una experiencia mística.
En el interior de la capilla
Dejando atrás el mosaico de la Virgen del Carmen que adorna la pequeña fachada frontal, me adentro en la ermita-capilla. Una fila de bancos perfectamente barnizados conducen al altar, abarrotado de elementos religiosos. Hago recuento: figuras de ángeles y del niño Jesús, de la Virgen del Carmen y la de Fátima, y el necesario Sagrado Corazón de Jesús. Sigo sumando: portarretratos con los rostros y perfiles de los ya mencionados cristos y vírgenes y de los pastorcillos que protagonizaron el mariano encuentro en la aldea portuguesa de Cova da Iria, y algunos candelabros plateados que sustentan velas de color del oro.
Al pie del altar descansa un soporte para velas. A los lados, adornan la escena varios ramos de flores. En la pared, encima de los citados muebles y atrezzos, un enorme cuadro muestra una pintura que refleja lo sucedido hace ahora casi dos décadas. En ella se aprecia a la anciana Eufrasia, bastón en mano, en mitad del paraje, acompañada por sus cabras, y flanqueada por las imágenes en levitación, sobre sendas nubes, de Jesús de Nazaret y la Virgen María.
-Aquí puedes ver –comenta Petronio, señalando a otros cuadros-, algunos elementos religiosos que han pasado por aquí en todos estos años.
Efectivamente descubro en la fotografías diferentes bustos de Jesucristo y de otros personajes del santoral católico. También me asombro con la instantánea de una dentadura postiza, perteneciente a uno de los devotos de las apariciones de Santibáñez el Bajo, en la que se percibe una mancha que podría traducirse como la silueta esquemática de una figura mariana alzando su capa hacia un lado.
Y Eufrasia Martín. Ahí está la improvisada vidente del norte extremeño, como desvanecida en la foto, y rodeada por manos, supongo, de fieles. Petronio la mira y recuerda.
-Un trance. Pasó por muchos durante las jornadas en las que se reunía aquí, en “la Cigüeña”, con los devotos, principalmente los días 15 de cada mes, que era días de encuentro “oficiales”. Venían decenas y decenas de personas, en ocasiones más de trescientas a la vez.
-¿Cómo se producían esos trances místicos?
-Casi siempre de igual manera. Ella me lo contaba después. Se encontraba congregada con los demás, rodeada por aquellos que tanto la apreciaban. De pronto entraba en ese estado en el que todos la veíamos como desvanecida, pero ella estaba bien despierta en otra realidad. Entonces descendía una nueva nube del cielo y la rodeaba.
-¿Con Jesús de Nazaret en su interior?
-No necesariamente –responde Petronio-. A veces eran seres difuntos, o al menos se identificaban como tales. Algunos de ellos eran familiares muertos que reconocía inmediatamente, y que le ofrecían mensajes desde el otro lado. Pero también se le aparecía Jesús desde una altura considerable. Ella flotaba hasta él aunque, como es normal, eso no lo veíamos el resto de los presentes.
Miro de nuevo la fotografía. Eufrasia parece sin sentido, pero su rostro no refleja malestar. Más bien tranquilidad y regocijo.
-Después volvía en sí –sigue explicando mi acompañante-. Solía ocurrir después de que mi esposa percibiera una especie de estallido luminoso en el cielo. Algunas veces despertaba del trance con un estigma en su frente.
-¿Un orificio? ¿Una llaga?
-Una cruz. El dibujo de una cruz. Se mantenía por un tiempo, pero finalmente sanaba y desaparecía hasta la siguiente ocasión.
-¿Algún mensaje?
-Muchos, pero no se diferenciaban de otros manifestados en los habituales lugares de apariciones marianas. Mensajes que reflejan el nefasto camino que está siguiendo el ser humano, y que aconsejaban cambiar el rumbo para poder llegar a ser todos más felices.
Vivir y morir en la pobreza
No sé lo que ocurrió en el paraje de “la Cigüeña”, en plena dehesa extremeña, en aquel invierno de 1995. No sé si Santibáñez el Bajo se convirtió en el refugio de divinidades cristianas, o si lo ocurrido se relaciona con otros elementos sobrenaturales. De lo que estoy convencido es de que Eufrasia “la Chata” no se inventó nada, ni se trató de un montaje para obtener beneficios económicos.
Tengo ante mí la fotografía en tonos sepias del matrimonio formado por Eufrasia y Petronio. Ambos aparecen en ella jóvenes y alegres, en el inicio de una vida en común que duraría muchas décadas. Ella, sonriente y con un velo cubriendo la parte posterior de la cabeza. Él, con gesto algo tímido y elegantemente vestido, con traje y corbata, mira al objetivo con atención.
Ese joven de la imagen está ahora a mi derecha, aunque cincuenta años mayor. Su pelo aparece ahora encanecido y su rostro muestra las arrugas que el tiempo obliga a portar. Aún es feliz, aún tiene ganas de vivir, aunque ahora ya no esté Eufrasia con él. Ella murió hace pocos años. Pero dicen que lo que se ama nunca muere.
-Ella siempre creyó que la divinidad había descendido del cielo para dejar un testimonio en estas tierras –me dice sin dejar de mirar el rostro, lejano en el tiempo, de su esposa.
-Y jamás se benefició económicamente de las apariciones, ¿no es cierto?
-Jamás. Fue una mujer humilde, honesta y desinteresada. Murió tan pobre como vivió.
JOSE MANUEL FRÍAS
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