Las extrañas muertes de los papas Pío XI y Juan Pablo I
El 10 de febrero de 1939 murió el papa Pío XI, uno que a cambio de silencio firmó un pacto de silencio con el demonio, es decir con el dictador Mussolini.
Achille Ratti, como realmente se llamaba, asumió el 6 de febrero de 1922 y siete años después, 11 de febrero de 1929, suscribió con el Duce el Pacto de Letrán.
Por dicho acuerdo, firmado en el palacio de Letrán, Mussolini reconoció la independencia y soberanía de la Santa Sede y creó el actual Estado del Vaticano. Asimismo, garantizó la enseñanza de la doctrina católica en las escuelas públicas y otorgó a la Iglesia italiana estatus de “única religión del Estado”.
Más aún, Mussolini le entregó al Vaticano 1.750 millones de liras en concepto de indemnización por la confiscación de sus bienes, en septiembre de 1870.
Todo esto fue a cambio de un silenzio stampa (trato de silencio) del Vaticano sobre todo cuanto hiciera el fascismo italiano. El papa Pío XI calificó a Mussolini de uomo della Providenza (hombre de la Providencia) porque según él por su intermedio “Dios ha sido devuelto a Italia, e Italia a Dios”.
Antinazi y antijudío
Pío XI no pasó a la historia por su encíclica Quas Primae del 11 de diciembre de 1925, donde admitió oficialmente el regreso de Jesús según lo indicado en Apocalipsis 19:11-13.
Pasó a la historia, además del Pacto de Letrán, por su firme condena al nazismo y por su firme postura antijudía.
Tales pensamientos los plasmó en “Humani generis unita”, una encíclica que afortunadamente jamás se publicó.
Allí, el Papa decía que los judíos eran responsables de su destino porque habiendo sido elegidos por Dios como vía para la redención de Cristo ellos lo rechazaron y lo mataron.
Ahora –decía- “cegados por sus sueños de ganancias terrenales y éxito material” se merecían “la ruina material y terrenal que ha caído sobre sus espaldas”.
Más aún, acusaba a los judíos de fomentar movimientos revolucionarios destinados a “destruir el orden social”.
Incluso advertía sobre los “peligros espirituales” que implicaba tratar con los judíos “en tanto continúe su descreimiento y su animosidad hacia el cristianismo”.
La fecha prevista para publicarla era el 12 de febrero de 1939, pero el Papa murió dos días antes y su documento pasó a la historia como la encíclica que nunca vio la luz.
Menos mal que nunca se difundió. La persecución a los judíos ya había comenzado y su difusión en esos momentos hubiera sido interpretado como un aval del Vaticano a dicha persecución.
En la madrugada del 10 de febrero de 1939, el doctor Francisco Petacci, padre de Clara Petacci, la amante de Mussolini, y el cardenal Eugenio Pacelli, quien a los pocos días sería nombrado Papa con el nombre de Pío XII, tomaron una decisión que nunca antes se había tomado: embalsamar inmediatamente el cadáver.
A esto se agregó que hubo un inexplicable retraso en hacer público su fallecimiento. Hacía ya una hora que había muerto y en la misma Santa Sede todavía rezaban por su salud.
El cardenal francés Eugene Tisserant, miembro destacado de la curia romana y gran maestre de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, relató con lujo de detalles en su diario personal lo que sucedió aquella madrugada.
Concretamente, manifestó que Pío XI había sido asesinado con una inyección letal.
Otra muerte sospechosa
A las cinco y media de la mañana del 29 de septiembre de 1978 el reverendo Magee, secretario privado del papa Juan Pablo I, fue a buscarlo en la capilla. Como no lo encontró fue a su habitación. Lo encontró frío, muerto.
Estaba en su cama con la luz encendida y unos papeles en las manos, como si estuviera leyendo.
Un lacónico comunicado repetido por todos los medios de comunicación del mundo decía que “el Papa sonriente” había fallecido seis horas antes debido a “un infarto agudo de miocardio”.
El pontífice, que tenía sesenta y seis años, había reinado apenas treinta y tres días.
Cosa extraña, anteriormente, el 29 de agosto y a sólo tres días de asumir ya había circulado en el Vaticano que había muerto a consecuencia de una súbita enfermedad.
Pero el desmentido fue tan rápido como formal, y todos olvidaron el raro incidente.
Pero ahora éste Papa joven y de buena salud estaba muerto en serio. El cardenal Jean Villot, el último que lo vio vivo, declaró que cuando estuvo con él la noche anterior lo había encontrado normal y sin el más mínimo signo de estar enfermo.
Roma se inundó de sospechas expresadas en voz más o menos alta en el sentido de que Juan Pablo I había sido asesinado.
Es que para nadie era secreto que la curia romana no lo quería porque tenía proyectado reforzar el poder del colegio de obispos, lo cual si llegaba a concretarse disminuiría notablemente el poder de la curia y del mismo pontífice.
Santo escándalo
Se sabía que quien lo encontró muerto fue su secretario irlandés Magee, pero otra comunicación oficial señaló que quien lo encontró fue un subalterno conocido como “don Diego”.
Esta evidente falsificación de la verdad incrementó todavía más las sospechas.
¿Estaba leyendo Juan Pablo I la Imitación de Cristo cuando lo sorprendió la muerte, como dijeron algunos, o sostenía en la mano varias hojas cuyo carácter nunca se conoció como dijeron otros?.
¿Por qué tanta prisa en embalsamar e inhumar su cuerpo, desoyendo un pedido de que no lo hicieran, formulado por quien fuera médico de Paulo VI?.
Existían otros varios aspectos acerca de los cuales el Vaticano se mostraba confuso, impreciso y poco explícito.
Tanto que diferentes personalidades y asociaciones católicas como Civilita Christiana llegaron a reclamar públicamente una investigación al tribunal del Vaticano.
Pero todo fue inútil. Se negó la realización de la autopsia y el tribunal del Vaticano anunció sin más explicaciones que no habría investigación alguna acerca de las extrañas circunstancias del repentino fallecimiento de Juan Pablo I.
A propósito de historias como estas, el periodista y escritor Daniel Réju escribió: “A lo largo del siglo XX el Vaticano y la curia romana fueron escenarios de acontecimientos que, si se las revelaran, parecerían realmente inconcebibles”.
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