BIOGRAFÍAS: Florence Foster Jenkins la mejor peor soprano del mundo por Mercedes Peces Ayuso
Que Florence era una optimista redomada, veía la vida en rosa, poseía un elevadísimo (y equivocado) concepto de sí misma o era una excéntrica a la cual le resbalaba todo, son afirmaciones no excluyentes y que muy probablemente se apliquen a la perfección a esta maravillosa mujer que aun cantando tal mal provocaba tanta ternura. Las claves están en que ella misma se consideraba un auténtico talento y que era una enamorada de la música, con buenas dotes pianísticas pero, aunque para su desgracia con una voz destrozona. Y si no que se lo pregunten al aria de la Reina de la Noche de la Flauta Mágica de Mozart (por favor no os lo perdáis: https://www.youtube.com/watch?v=V6ubiUIxbWE).
Narcissa Florence Foster vino al mundo ya con ese nombre pregonero de artista narcisista el 19 de julio de 1868 en Pensilvania, EE.UU., en el seno de una familia acomodada. Hija única tras el fallecimiento de su hermana pequeña a muy temprana edad, pronto comenzó su formación musical e incluso llegó a tocar de niña una pieza en la Casa Blanca ante el entonces presidente, Rutherford Hayes. Tal era su pasión por la música que pidió permiso y dinero para continuar sus estudios en Europa a su padre, un acaudalado abogado cuyo profundo sentido común le hizo negarse en rotundo. Así que Florence, en un acto dramático, se fugó a Filadelfia con su novio, el médico Frank Thornton Jenkins con quién posteriormente se casaría. Su esposo le contagió la sífilis, una enfermedad que no solo le arruinó las manos, y con ello la posibilidad de continuar ganándose la vida como pianista, sino que también afectó a su sentido del oído (y del tono, en concreto).
Para coronar su desgracia, sufrió un accidente en el brazo con lo que sus expectativas de seguir ganándose la vida como pianista quedaron definitivamente truncadas. Pero el fallecimiento de su padre en 1909 le permitió heredar una considerable fortuna con la cual se trasladó a Nueva York, y ya divorciada y con su segundo y marido, pudo dar rienda suelta a su deseo de emprender, por fin, su carrera musical.
Comenzó como una conocida filántropa neoyorquina, fundando su propio espacio musical, The Verdi Club, y terminó siendo su propia mecenas. En todos sus proyectos encontró un fiel apoyo en St. Clair Bayfield, su segundo marido, un actor mediocre cuyo mejor papel fue el de protector de su mujer. Él se encargó de cumplir los sueños operísticos de su mujer y la envolvió en suaves plumas de algodón aislándola del mundanal ruido y de los críticos feroces, no dejando que entraran en las actuaciones de Florence, consiguiéndole público (ancianas señoras de la alta sociedad benevolentes y de duro oído, familiares o transeúntes a los que pagaba por su presencia) y comprando a otros para que escribieran críticas positivas que era lo único que leía a su mujer. Unas prácticas nada alejadas de los followers y los artistas multimedia actuales, a los que si probablemente oyéramos cantar en directo nos harían ponerlos a la derecha de Foster.
Así es como Narcissa Florence, ya madurita, se subiría a los escenarios embutida en estrafalarios trajes que diseñaba ella misma, acompañada por el pianista Cosmé MacMoon que intentaba acompasar el ritmo del piano a sus estridentes gorgoritos, mientras el público se ahogaba de risa y la jaleaba hasta el infinito aplaudiéndola a reventar en todas sus actuaciones y en los exclusivos recitales dados en el hotel Ritz-Carlton de Nueva York.
Ante esta avalancha de éxitos no lo dudó un instante y decidió grabar un disco que regaló a sus allegados. La grabación se filtró a la prensa y corrió como la pólvora; en una palabra: se hizo viral. Era tan mala que resultaba buena y el público acudía en masa agotando las entradas para disfrutar del espectáculo que siempre terminaba en clamorosos aplausos a la cantante. Tenía el ego necesario para ser artista y la fe en sí misma era tan grande como su frase lo refleja. «Algunos dirán que no sé cantar, pero nadie podrá decir que no canté» (nótese el optimista «algunos»).
Pero la apoteosis no tardaría en llegar cuando, un 25 de octubre de 1944, a los 76 años, cumplió el sueño de su vida: actuar en el famosísimo Carnegie Hall de Nueva York. Llenó el aforo agotando las entradas a una velocidad vertiginosa, pero su actuación entró en los anales de la leyenda negra. Fue tan mala que nada pudo protegerla de las críticas demoledoras y por primera vez se topó con la cruda realidad. Esto le afectó tan profundamente que el hecho de que esto precipitara su muerte un mes después o que en realidad fuera el resultado de la sífilis que llevaba arrastrando tantos años con un tratamiento a base de mercurio y arsénico (un milagro que no hubiera acabado con ella mucho antes) nunca se sabrá a ciencia cierta, pero quizá tampoco importe, pues nada resta a la leyenda.
La grandeza de Florence no radica en su tenacidad, ni en su amor indeleble por la música, ni siquiera en sus anémicos gorgoritos. Lo que ha convertido en artista de culto a esta mujer que vivió en la mentira completa es que fue capaz de realizar su sueño y de dar al público exactamente lo que quería, aún a costa de ella misma, es decir, de provocar un efecto en los oyentes. Una pena que se adelantara a la época.
Es muy probable que si Florence hubiera cantado en estos tiempos ya la habríamos encumbrado a la condición de artista de culto y estaríamos encantados, hipnotizados, (no tenemos que pensar demasiado si queremos utilizar comparativas con alguien en concreto) con sus performances en vivo y en línea, abarrotando escenarios, obteniendo miles y miles de seguidores y detractores; en una palabra, estaría en el top ten del efímero mercado del espectáculo, pues con ella comenzó la desamortización entre lo ridículo y el arte de culto, el concepto conocido actualmente como «cultura basura».
Por eso invito al lector a que descubra a esta increíble artista y, aunque sea a posteriori, le otorgue su lugar dentro del olimpo de las deidades fenomenológicas del exhibicionismo de la cultura trash del entretenimiento.
Hitos musicales: entre los años 1941 y 1944, Florence llegó a grabar nueve arias y un par de canciones, las cuales logró editar en tres discos: The Muse Surmounted: Florence Foster Jenkins and Eleven of Her Rivals, The Glory of the Human Voce y Murder on the High C’s.
No se la pierdan.
Mercedes Peces Ayuso. Filóloga y Traductora
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