1001 batallas que cambiaron la historia – Batalla de Gembloux (1578 d.c.)
El 31 de enero de 1578 las tropas españolas de Juan de Austria y Alejandro Farnesio, se enfrentaron en Gembloux a los ejércitos de los Estados Generales de los Países Bajos, obteniendo una aplastante victoria que daría un notorio giro en el devenir de la guerra.
Llevaba casi 10 años en marcha la Guerra de los 80 años. Atrás quedaban los inicios de la contienda con la victoria protestante en mayo de 1568 en Heiligerlee, y la posterior devolución del golpe por parte de los españoles en Jemmingen. La sustitución como gobernador de los Países Bajos del Duque de Alba por Luis de Requsens, no había logrado frenar las revueltas protestantes, que se recrudecían por momentos.
Felipe II, angustiado por el cariz que tomaban los acontecimientos, resolvió nombrar gobernador, tras la muerte de Requesens en 1576, a su hermanastro Juan de Austria, confiando en que el «Héroe de Lepanto» pudiera hacerse con el control de la situación. Tras su llegada en noviembre de 1576, no perdió un segundo y comenzó a tender puentes con los protestantes.
En febrero de 1577, Juan lograba firmar el conocido como «Edicto Perpetuo» en el cual aceptaba los acuerdos de la «Pacificación de Gante», por los que se declaraba la tolerancia religiosa en los Países Bajos, se realizaba una amnistía para los presos holandeses, se confirmaban y otorgaban nuevos privilegios a la nobleza y el clero protestante, se nombraba a Guillermo de Orange como Estatúder de Holanda y Zelanda, y se sacaban los Tercios Viejos de los Países Bajos en un plazo de 20 días. A cambio, los protestantes reconocían a Felipe II como su rey y a Juan de Austria como gobernador actuando en nombre de éste, y se comprometían a respetar a los católicos de sus territorios.
En marzo los españoles dejaban Amberes y para finales de abril, las tropas españolas, italianas y borgoñonas se retiraban a Milán. Pero los protestantes de Holanda y Zelanda no quisieron adherirse al pacto, rechazando la aceptación del catolicismo en sus territorios. La corta paz que había durado apenas unos meses del año 1577, se rompía. Los calvinistas llamaban a Francisco de Valois, hijo de Francisco I de Francia, para nombrarle gobernador de los Países Bajos, y rompían hostilidades contra los españoles.
El 2 de agosto, las tropas de los Estados Generales se hicieron con Amberes, entregada por los españoles al señor de Treslong, a quien tomaron como prisionero. La noticia fue recibida como un jarro de agua fría, tanto por Juan de Austria como por el propio rey, quien en Madrid reunió inmediatamente a su Consejo de Guerra, resolviendo enviar al Duque de Parma, amigo íntimo y sobrino de Juan, al frente de los Tercios desde Milán.
Pero el hermanastro del rey aún tenía esperanzas en las negociaciones. Refugiado en Namur, llegó a ofrecer la provincia y licenciar a las pocas tropas de las que disponía con tal de conseguir la paz. Pronto vería que nada de eso serviría ante la desmedida ambición de los protestantes, cada vez más confiados en poder aplastar a los españoles. Visto lo visto, el de Austria se retiró a Luxemburgo para aguardar la llegada de los tercios, haciendo un llamamiento público a los Estados Generales, para volver a la obediencia del legítimo rey y escribiendo a sus tercios: «A todos los magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes de la mi infantería que salió de los Estados Flandes… a todos ruego que vengáis con la menor ropa y bagaje que pudiéredes, que llegados acá no os faltará la de vuestros enemigos».
Por si los problemas no fueran suficientes, la facción católica de los Países Bajos, encabezada por el duque de Aerschot, ofreció el cargo de gobernador general a Matías de Habsburgo, quien finalmente se aliaría con Guillermo. Reunidos en Willeboeck para firmar el acuerdo, marcharían hacia Bruselas, entrando en la ciudad el 18 de enero de 1578, convirtiéndose el príncipe de Orange, de facto, en gobernador de los Países Bajos.
Mientras esto sucedía, el 17 de diciembre de 1577 llegaba Alejandro Farnesio a Luxemburgo. La alegría de Juan era inmensa; solo Luxemburgo y Namur estaban bajo su control y la situación amenazaba con convertirse en un desastre total para los intereses españoles. Ahora, tras meses de negociaciones, de concesiones y claudicaciones para intentar evitar que la guerra continuase, España se preparaba para pasar a la acción. Dejaba la pluma y la palabra y sacaba la espada y el arcabuz.
Los ejércitos con los que podía contar Juan de Austria ascendían a unos 20.000 infantes, de los cuales 4.000 eran españoles, la élite de la tropa, con Gabriel Niño como maestre de campo de dichas fuerzas, tras la muerte de Julián Romero, el de las hazañas; más de 2.000 borgoñones del barón de Chevraux, casi 2.000 valones y luxemburgueses, comandados por Francisco Verdugo y Gaspar de Robles; unos 2.000 loreneses dirigidos por Cristóbal de Mondrágon, y cerca de 8.500 alemanes, bajo el mando del coronel Frundsberg y el conde de Meghen. A la infantería habría de sumársele unos 2.000 jinetes españoles e italianos, muy escogidos, bajo el mando de Antonio Olivera y Octavio Gonzaga.
Por su parte, los ejércitos de los Estados estaban comandados por Antoine de Goignies, señor de Vendregies, al no estar presentes en Gembloux ni el conde de Bossu, ni el señor de la Motte ni el vizconde de Gante, los militares más experimentados de los ejércitos rebeldes. El número de las huestes de Goignies, se estima en unos 15.000 o 20.000 infantes y unos 2.000 jinetes, que incluían en sus filas, además de los tradicionales mercenarios ingleses, valones o alemanes, a mercenarios católicos holandeses.
Con las fuerzas ya dispuestas, Don Juan envió al capitán de caballería Sancho Beltrán al mando de 10 lanzas a caballo para reconocer las posiciones enemigas y averiguar sus intenciones. Así pudieron los españoles intuir que los ejércitos de los Estados se dirigían a Namur, o eso al menos es lo que creían, pues en un segundo reconocimiento hecho por el capitán Hernando de Acosta, se consiguió averiguar las auténticas intenciones del enemigo, que no eran otros que huir ante el temor de la presencia de las tropas españolas.
Don Juan vio inmediatamente la jugada: el ejército rebelde se pensaba replegar hacia la ciudad fortificada de Gembloux, a pocos kilómetros de Namur, y que ofrecía una magnífica posición para vigilar la entrada a la región de Brabante. La maniobra de retirada de un ejército tan amplio resultaría sumamente dificultosa, pero una vez lograda, convertiría a Gembloux en un obstáculo infranqueable, así que el de Austria lo vio claro y mandó reunir todas las tropas y tenerlas preparadas para el combate el día 31 de enero a más tardar.
Pero no podía el hermanastro del rey jugarse todo su ejército a una carta. Los Estados disponían de muchos más hombres de reserva y podían reclutar con mucha más facilidad que el español, que padecía toda clase de penurias económicas y escasez de tropas. Con inusitada cautela, Don Juan envió nuevamente a Acosta a reconocer los movimientos enemigos, averiguando que los holandeses levantaban el campamento el día 30.
Goignies tenía dividido su ejército en 3 cuerpos, en perfecto orden, con la vanguardia compuesta por los holandeses de Emmanuel de Montigny; el centro, ocupado por compañías valonas y alemanas, y 17 compañías de escoceses e ingleses bajo el mando del coronel Balfour, a las que se sumaban 3 compañías de hugonotes franceses. Los flancos eran ocupados por los arcabuceros a caballo de los capitanes Fresnoy y Villiers, mientras que el resto de la caballería se encontraba cubriendo la retaguardia del grueso ejército, bajo el mando del propio Goignies, asistido por el marqués de Havré.
Para darles caza, Don Juan envió a toda prisa 3 escuadrones de jinetes españoles e italianos y algunos refuerzos albaneses bajo el mando de Octavio Gonzaga en la mañana del día 31. También envió a Alonso de Acosta y al barón de Chevraux con 600 arcabuceros valones y borgoñones, junto con 120 españoles de la bandera del capitán Troncoso y 150 piqueros alemanes, que caminarían a toda prisa como infantería de apoyo a los caballos. Por detrás, el grueso del ejército avanzando a buen paso y en perfecto orden, por si debía intervenir de complicarse las cosas.
Gonzaga se adelantó con sus arcabuceros a caballo y comenzó a hostigar la retaguardia enemiga. Don Juan envió a su vez a Cristóbal de Mondragón para apoyar reforzar la infantería de apoyo. Incomprensiblemente, Goignies no se decidió a mandar su caballería a combatir con la española. Esta inacción del enemigo fue observada como un gran oportunidad por Alejandro Farnesio. El duque de Parma, consultó con Don Juan y decidió intervenir, tomando un caballo de guerra y llevando consigo al resto de la caballería española.
Farnesio vadeó un complicado arroyo para situarse sobre el flanco de la retaguardia de los holandeses, cargando sorpresivamente y desatando el pánico entre éstos. La desbandada del enemigo fue aprovechada por Gonzaga, quien junto a la infantería de apoyo de Chevraux, cargó contra el otro flanco con tal ahínco que provocó la huida de la caballería holandesa, que pasaba literalmente por encima de los suyos. Apenas 2.000 jinetes habían puesto en fuga un ejército 10 veces superior.
La infantería realista de apoyo hizo su aparición, cebándose con las malogradas tropas holandeses que eran incapaces de oponer resistencia. Solo los ingleses y escoceses, sin su comandante, que había corrido a ponerse a salvo nada más aparecer por allí la caballería española, aguantaron estoicamente, cayendo 600 de ellos prisioneros tras unas cuantas horas de combates.
La noche cayó y aún seguían los españoles cargando contra los holandeses, que habían corrido a refugiarse a Gembloux o a internarse en los bosques en dirección a Bruselas. 2 banderas españolas bajo el mando del capitán Gaspar Ortiz acabaron de descomponer al enemigo. Mientras tanto, en Gembloux, Goignies se refugiaba esperando poder resistir hasta que llegasen refuerzos. No fue posible; en cuanto los españoles trajeron 4 medios cañones y empezaron a martillear las murallas de la villa, sus defensores se rindieron y entregaron. Don Juan perdonó la vida a los rendidos, incorporando a sus ejércitos a cuantos valones quisieran sumarse, y tomando juramento al resto de enemigos extranjeros de no volver a tomar las armas contra el rey español.
Los holandeses perdieron entre 30 y 34 banderas, contando entre 5.000 y 7.000 muertos, mientras que los españoles apenas tuvieron unas pocas decenas de caídos. La victoria en Gembloux cambió la situación en los Países Bajos, generando división entre los mandos de los Estados y llegando a la ruptura de la unión un año después, lo que acabaría llevando a varias provincias de los Estados a volver a la soberanía española. Pero el objetivo más importante conseguido por los españoles con esta victoria fue recuperar la iniciativa y minar la confianza de sus enemigos, quienes antes de aquel 31 de enero de 1578, se creían con la victoria en la mano.